¡¡¡ A CAGAJONES !!!

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cagajones

Una lección inolvidable de mi infancia serrana en Cadalso de Gata, el pueblo de mi familia paterna, fué la enorme importancia que se daba al estiércol de las bestias a mediados del pasado siglo. En aquel tiempo, numerosos burros, mulos y hasta algunos caballos transitaban a cualquier hora del día y de la noche por las calles, caminos y carreteras del valle del Árrago: contrabandistas portugueses con alijos de café y medias de cristal (de nylon); guardias civiles en su persecución; carboneros que se dirigían al descuaje de montes lejanos para aprovechar las cepas del brezo albar; arrieros transportando pellejos de vino y aceite; panaderos con sus perfumados haces de jaras para el horno; pastores con las cántaras de leche de las cabras, selladas con corchas y miga de pan; labradores yendo y viniendo a las viñas y olivares, a los huertos, a las eras, a las mieses y sementeras…

Todos ellos cabalgaban o llevaban del cabestro a sus jumentos, que a intervalos regulares dejaban a su paso un rosario de brillantes cagajones. Cuando esto ocurría de día y en las calles del pueblo, acudían presurosas las gallinas a disputarle a los pardales las semillas sin digerir del estiércol humeante, y también elegantes churubías competían por las moscas multicolores con las raudas golondrinas, que las arrebataban en vuelo rasante. No solían durar mucho aquellas primeras lecciones prácticas sobre las relaciones tróficas entre la fauna del pueblo, pues pronto intervenían también otros protocolos sociales más complejos.

La propiedad de los cagajones, privada o colectiva, dependía del palmo de suelo que la fortuna, aliada con las necesidades fisiológicas de las caballerías, hubiera designado para su deposición. Permanentemente atentas a cualquier suceso que ocurriera en su calle, las mujeres de cada casa defendían, escoba en puño, aquellos regalos del destino, barriéndolos para la cuadra en postura característica: el trasero más elevado que la cabeza, la saya y el mandil recogidos con una mano para que no arrastrasen y empuñando con la otra una mínima escoba de brezo, con la que dejaban limpios y relucientes los irregulares rollos del empedrado. Pero solo barrían hasta el centro exacto de la calle y en la longitud correspondiente a su fachada, pues los derechos de cada cual a los cagajones terminaban donde comenzaban los del vecino.

En los caminos y carreteras el estiércol era de todos y de nadie, del primero que lo recogiera. Por ello, tan pronto los niños tenían fuerzas para cargar con un desvencijado cesto de castaño, a los 6 o 7 años, se les enviaba recoger cagajones por los alrededores del pueblo. Era una misión en solitario, pues el compañerismo era incompatible con la eficacia de la recogida, y también interminable ya que al regresar el crío doblado por el peso del cesto repleto, este era vaciado en la cuadra sin miramientos y debía iniciar de nuevo la faena. Así comenzaban ellos a ser conocidos por los demás paisanos del pueblo que se iban encontrando, y que les hacían inevitablemente la misma pregunta ¿tú de quién eres? seguida de un completo interrogatorio genealógico que repasaba los motes de abuelos, tíos y demás familiares maternos y paternos. En la sierra se entraba entonces en sociedad a los 6 años y con una cesta de cagajones al cuadril.

Los niños a su vez iban conociendo progresivamente todos los caminos, las veredas y callejas del entorno, y también los límites de su término municipal, la Raya que no debían traspasar. Un bosquete de robles, la linde de un olivar, la pared de una viña o un puentecillo de la carretera definían una línea imperceptible donde terminaban los derechos comunales propios y comenzaban los de los forasteros, defendidos a pedradas por los chicos de los pueblos vecinos. También los hombres de cada casa contribuían a cebar aquel misterio que medraba en las profundidades oscuras y húmedas del sótano de la vivienda. Tan pronto se lo permitían otras tareas más acuciantes aparecían a deshora por el pueblo, cargadas las caballerías de helechos y jolliza de robles y de castaños con las que atestaban la cuadra, de donde extraían luego una tierra oscura, esponjosa y aromática que se levaban en serones a los huertos para abonar con ella los cultivos.

Magníficas cosechas de habas y frejones, tomates, pimientos y patatas, sandías, melones y calabazas ocultas entre las pandindias (de maíz) de miradas indiscretas, premiaban aquella permanente dedicación de cada familia, proporcionándoles alimentos todo el año a ellos y a sus animales. La producción de las sabrosas aceitunas y su magnífico aceite, fundamental en las cocinas serranas, para la conservación de quesos y embutidos, para la iluminación con candiles y faroles, requería menos esfuerzos pues, laboreos y podas aparte, los olivos solo recibían junto al tronco unas paladas del estiércol de las cabras, bajado con los mulos desde las majadas de la sierra.

Años más tarde, cuando comencé a recorrer Extremadura en búsqueda de linces y nidos de buitres, de águilas imperiales y cigüeñas negras, me encontré rodeado en varias ocasiones por los inmensos rebaños de ovejas merinas, que inundaban los caminos y carreteras a mediados de junio. A su paso, el suelo quedaba cubierto por una alfombra uniforme de estiércol, con hierbas y ramillas desprendidas de su lana.

Guiados por sus pastores, defendidos por grandes mastines armados de carlancas y acompañados por hermosas yeguadas, aquellos rebaños se dirigían hacia las estaciones del ferrocarril de Herreruela, de La Perala o de Palazuelo-Empalme para embarcar con destino desconocido. Poco podía sospechar yo entonces que veinte años más tarde estaría empeñado en ayudar a aquellos ganaderos para que recuperasen la tradición milenaria de trasladar sus rebaños andando por las cañadas, desde Extremadura hasta las lejanas montañas del norte.

Tras mucho cavilar sobre las razones del preocupante envejecimiento de las dehesas extremeñas y salmantinas, había llegado a la conclusión de que la causa principal de la falta de renuevos era la permanencia de los rebaños en los pastos del sur a finales de la primavera. Al secarse la hierba, generalmente a principios de mayo, el ganado devora los rebrotes de las encinas y alcornoques, lo que no ocurría antes de que comenzasen los traslados en tren, a finales del siglo XIX. Varios millones de ovejas trashumantes abandonaban entonces cañada arriba las dehesas de invernada tan pronto se iniciaba la sequía estival, generalmente coincidiendo con la fiesta de San Marcos, 25 de abril. Esta diferencia de casi dos meses entre el desplazamiento del ganado andando y su rápido transporte en tren, y actualmente en camión, es lo que está destruyendo las dehesas, con su excepcional importancia ecológica, cultural y social.

En 1992 comenzamos por ello la aventura, aparentemente anacrónica y absurda, de recuperar la trashumancia andando por las cañadas. Aquellos inicios fueron posibles gracias a la colaboración de mi compañero Juan Serna y al entusiasmo del ganadero Cesáreo Rey, que en junio de 1993 se puso al frente de su mejor rebaño de 2.600 ovejas merinas para recorrer los mil kilómetros existentes entre Alcántara y las montañas de Sanabria, regresando luego por Salamanca y Monfragüe hasta Valverde de Mérida. En 1994 subimos de nuevo con Cesáreo por las cañadas hasta el Parque Nacional de los Picos de Europa, atravesando en la bajada el centro de Madrid. Contribuimos así a que las Cortes Generales aprobaran al año siguiente la nueva Ley de Vías Pecuarias, declarándolas bienes de dominio público inalienables, imprescriptibles e inembargables para el prioritario tránsito ganadero, inspirándose en el desarrollo sostenible y el respeto al medio ambiente, al paisaje y al patrimonio natural y cultural.

Desde entonces continuamos trashumando todos los años por las cañadas desde Extremadura hasta las montañas del norte con uno o varios rebaños, aprovechando prácticamente todos los puertos que quedaban libres en la Cordillera Cantábrica, como Porto de Sanabria, Leitariegos, Orallo de Laciana, La Cueta de Babia, Lagos de Saliencia, Tarna, Redipollos, Valverde de la Sierra, Portilla de la Reina, Concejo de Valdeón y Brañosera.

Avila

Precisamente, cuando en la primavera de 2003 preparábamos la salida desde la dehesa de Vista Hermosa, en Malpartida de Plasencia, hacia este último puerto palentino, dos investigadores de la Universidad Autónoma de Madrid, Juan Malo y Pablo Manzano, solicitaron acompañar al rebaño trashumante de Longinos Alvarez, que recorrería durante un mes las cañadas desde Monfragüe hasta las montañas cantábricas. El objetivo de su estudio era determinar la dispersión por el rebaño de las semillas del pastizal. Para ello herborizaban diariamente la vegetación de los parajes previstos para el sesteo y la dormida, recogiendo luego muestras de las cagarrutas para sembrarlas en los invernaderos de la Universidad y poder así clasificar las plantas por sus flores.

Los resultados fueron asombrosos y por primera vez a nivel mundial se pudo demostrar la incalculable importancia ecológica de las migraciones de los herbívoros, que solo perduran actualmente por la trashumancia andando del ganado. En su recorrido de unos 20 kilómetros diarios, cada oveja trasladó unas 5.000 semillas, y como su digestión suele durar entre 3 y 10 días, éstas se excretaron entre 60 y 200 kilómetros de distancia del paraje donde fueron consumidas. Considerando un rebaño de 1.000 cabezas, esto significa que unos 5 millones de semillas fueron sembradas por el ganado cada día y enterradas por sus pezuñas desde el Parque Nacional de Monfragüe hasta el valle del Jerte, las laderas del Ambroz y la Sierra de Béjar, desde donde a su vez las semillas consumidas en aquellos parajes fueron distribuidas por los campos de Salamanca y Avila, de Valladolid y Palencia hasta las montañas cantábricas.

El 30% de ellas germinaron, lo que supone una altísima proporción considerando que el rebaño trasladó en total unos 200 millones semillas a lo largo de 600 kilómetros durante los 30 días que duró el viaje. A ello hay que añadir otro gran número de semillas prendidas en su lana. En este caso, entre el 5 y el 40% de ellas regresaron a la dehesa de invernada dependiendo de su especie, pero el resto, una lluvia del 60 al 95% de las semillas fué sembrado a lo largo de todo el recorrido de primavera y otoño por las cañadas, y durante el verano en las cumbres de las montañas. Puede imaginarse por tanto la importancia ecológica que la trashumancia de los rebaños ha tenido a lo largo de los tiempos, cuando más de 5 millones de cabezas atravesaban dos veces al año toda la Península Ibérica trasladando fertilidad y semillas entre los valles del sur y las montañas del norte.

Las cañadas, cordeles y veredas españolas, conservan aún más de 125.000 kilómetros de longitud y 400.000 hectáreas de superficie, por lo que constituyen ecosistemas lineales que vertebran la Red Natura 2000. Esto tiene especial importancia para evitar su fragmentación y garantizar su conectividad, manteniendo su excepcional diversidad biológica, con más de 40 especies diferentes de plantas por cada metro cuadrado de terreno, y con 8.000 especies de coleópteros y 4.000 de lepidópteros, muchas de ellas exclusivas de la Península Ibérica. Las poblaciones más importantes de una gran mayoría de especies europeas en peligro de extinción como linces, osos y lobos, águilas imperiales y perdiceras, buitres negros, alimoches y quebrantahuesos, sisones y avutardas, sobreviven actualmente en España ligadas estrechamente a nuestros sistemas ganaderos y agrícolas tradicionales. Estas áreas constituyen además valiosos parajes para el refugio y la alimentación de unos 500 millones de aves invernantes y más de 1.000 millones de aves migradoras, que atraviesan cada año nuestro territorio en sus viajes entre Europa y Africa.

En estos inicios del III Milenio la Humanidad se enfrenta a la amenaza de un cambio climático sin precedentes, estimándose que, entre el 30 y el 50% de las especies se extinguirán durante las próximas décadas. El traslado de semillas a larga distancia por el ganado trashumante constituye la mejor adaptación posible a las variaciones del clima, permitiendo a muchas plantas y a la fauna que de ellas dependen, encontrar nuevos nichos para sobrevivir y desarrollarse. Si a esto añadimos que todos los estudios que se están realizando sobre estos temas demuestran que los pastizales son los más eficaces sumideros de carbono, con más de 75 toneladas de hectárea y año, frente a las 60 t de los bosques y matorrales, resulta evidente la importancia que la recuperación del pastoreo trashumante tiene para la conservación de la excepcional biodiversidad ibérica, favoreciendo su adaptación al cambio climático y mitigando sus efectos más negativos.

La biodiversidad se considera vital para conservar la productividad y los servicios que los ecosistemas pueden prestar a la Humanidad, que ya están disminuyendo preocupantemente. La escasez de nieve en las montañas implica falta de suministro de agua para muchas regiones, la disminución de las lluvias afecta a la vegetación y a los cultivos, el aumento de temperatura agrava las enfermedades infecciosas y el deshielo de los glaciares y casquetes polares hace subir el nivel del mar, con salinización de las zonas costeras y destrucción de las zonas más productivas y densamente pobladas del planeta. Según las Naciones Unidas, más de 500 millones de personas se verán obligados a abandonar sus hogares durante las próximas décadas debido al cambio climático y otros 1.000 millones carecen ya del suficiente alimento y agua potable, situación que se agravará durante los próximos años.

Han urgido por ello a los países desarrollados a cambiar sus sistemas de producción, reduciendo el laboreo, el uso de combustibles y de agroquímicos, para no comprometer los recursos naturales a nivel mundial y adaptarse a las nuevas condiciones ambientales. Sorprendentemente, la única alternativa viable que se plantea para reducir drásticamente las emisiones de CO2 de la agricultura y la ganadería, aumentando proporcionalmente la capacidad de los suelos para almacenar carbono, consiste en fomentar los pastizales permanentes, plantando arbolado disperso y linderos con arbustos que actúen como cortavientos y conserven la biodiversidad. Las parcelas se conservarían mediante ganadería extensiva de forma itinerante para evitar el sobrepastoreo, y en las vaguadas con mayor fertilidad rotarían con cultivos de cereales y leguminosas para alimentar a la población. Esta propuesta, realmente revolucionaria para muchos tecnócratas de la revolución verde, de los agrotóxicos y las semillas transgénicas, es ni más ni menos que el modelo dehesa, con su cuarto de labor y la trashumancia que venimos practicando en nuestro país desde hace tantos miles de años.

En este sentido, España debe constituir por tanto un referente a nivel mundial para el desarrollo sostenible y la mitigación del cambio climático. Hay que considerar que las regiones áridas del planeta con condiciones semejantes a las nuestras ocupan casi el 35% de los continentes, habitadas por unos 2.000 millones de personas, la mayoría de ellas pastores nómadas o trashumantes. Los conocimientos tradicionales de las poblaciones rurales juegan en este sentido un papel fundamental para el aprovechamiento sostenible de los recursos naturales, como reconoce el Art. 8.j. del Convenio de la Diversidad Biológica de las Naciones Unidas. 

Durante estos días navideños en los que hilvano apresuradamente estos párrafos para cumplir con los plazos señalados por el editor, y entre la barahunda de canciones y músicas extrañas que invaden calles y plazas desde ayuntamientos, comercios y grandes almacenes, no dejan de emocionarme las estrofas de un villancico tradicional que tenazmente se resiste a desaparecer:

“Esta noche los pastores, han salido a buscar leña para calentar al Niño, que ha nacido en Nochebuena”

Jesús Garzón

Diciembre 2009

 

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